CONFLICTOS QUE SE AVECINAN ENTRE CONSUMIDORES Y EMPRESARIOS POR RAZÓN DE UNA DEFICIENTE INTERVENCIÓN LEGISLATIVA. ANÁLISIS DEL ART 36 DEL RD 11/2020 DE 31 DE MARZO, POR EL QUE SE ADOPTAN MEDIDAS URGENTES, COMPLEMENTARIAS EN EL ÁMBITO SOCIAL Y ECONÓMICO PARA HACER FRENTE AL COVID-19.
1. MARCO PREVIO DE CERTIDUMBRE JURÍDICA.
En los complejos momentos que estamos viviendo a raíz de la pandemia provocada por el COVID-19, son millones los contratos que han quedado en el aire sin poder cumplirse. El impacto económico para empresarios y consumidores es de una enorme magnitud. Sin embargo, no siendo ninguno de ellos responsable de las extraordinarias circunstancias a las que lamentablemente estamos sometidos, tampoco puede exigirse a una de las partes un sacrificio en beneficio del contrario.
En caso de imposibilidad de incumplimiento del contrato, el perjudicado, esto es la parte que no ha visto satisfecha su pretensión de la entrega del producto o servicio interesado, deberá poder elegir exigir el cumplimiento -aunque sea tardío- o la resolución del contrato, con la lógica restitución de contraprestaciones.
Nuestro centenario Código Civil de 1889, de corte napoleónico, vuelve a reivindicar su raciocinio y previsión, hasta en artículos que cuando los estudiamos pensábamos que nunca aplicaríamos. El otorgamiento del testamento sin intervención del notario en caso de pandemia ante tres testigos de mayores de dieciséis años que prevé el artículo 701 CC se ha rememorado tristemente. Pero, junto a singularidades como la expuesta, lo cierto es que el supuesto de fuerza mayor previsto dispuesto en el artículo 1105 CC siempre ha estado muy presente entre los juristas: nadie responde de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse o que, previstos, fueran inevitables.
Y, junto a la fuerza mayor, la resolución del contrato por incumplimiento de una de las partes -que no requiere que sea por su voluntad, pues se trata de un incumplimiento objetivo- permite al perjudicado, conforme al clásico artículo 1124 CC, optar por exigir el cumplimiento -aunque sea tardío, en aquellos casos que fuera posible- o por resolver el contrato, con la lógica restitución de contraprestaciones que también impone el art. 1303 CC. Esto es, nada nuevo bajo el sol: el contrato se cumple, si es posible, o se devuelve lo pagado, aunque sin derecho del perjudicado a exigir daños y perjuicios por obedecer la razón del incumplimiento a una causa de fuerza mayor.
HERRADA BAZAN[1] apuntaba la existencia de tres líneas jurisprudenciales. La primera, minoritaria, exigía el requisito de la voluntad deliberadamente rebelde al cumplimiento (SSTS de 14 de junio de 1988 o 30 de octubre de 1997); la segunda, que matiza dicha exigencia, bien porque lo presume por el mero hecho del incumplimiento o de la frustración del fin (STS 18 de noviembre de 1983), o bien porque le basta con una actitud contraria al cumplimiento (STS de 31 de mayo de 1985); y la tercera, imperante, que prescinde de este requisito y atiende a la frustración del contrato para conceder la resolución (SSTS de 5 de abril de 2006; 30 de octubre de 2008; 1 de abril de 2014). La tendencia dominante se construye pues entorno a criterios objetivos, ajenos a cualquier valoración de la concurrencia de dolo o culpa del deudor, que apunten la frustración del fin del contrato por un incumplimiento, con carácter general[2], de obligaciones principales. O en palabras del TS un “incumplimiento grave” (STS de 18 de octubre de 2012) o “incumplimiento esencial” (SSTS de 13 de mayo de 2013 y 16 de noviembre de 2016).
CASTAN TOBEÑAS[3] distingue entre el “incumplimiento propio o absoluto” entendiendo por tal aquél que afecta a la esencia de la obligación, haciendo imposible su realización e “incumplimiento impropio o relativo”, siendo este otro el que sin afectar al vínculo ni imposibilitar la prestación, supone una defectuosidad o mal cumplimiento de lo convenido. La idea esencial en todo caso, es que la opción de exigir el cumplimiento o la resolución, es una facultad que corresponde al perjudicado, esto es a quien ha pagado y no ha recibido el bien o servicio.
En el ámbito del consumo, no puede haber gran diferencia. Antes bien, en todo caso la legislación tuitiva de los consumidores, se presume que debería potenciar esos derechos atendiendo a la especial fragilidad del consumidor. Y así se colige de la lectura de distintos pasajes del Texto Refundido de la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios. El art. 76 bis, en su apartado 2 dispone que en caso de desistimiento -que no obstante no es el supuesto que analizamos, que se refiere a incumplimiento-, el empresario debe reintegrar las sumas recibidas en el plazo máximo de 14 días naturales desde la petición del usuario, so pena de tener que pagarle el doble de la suma adeudada. Idéntica consecuencia la encontramos en el artículo 110 TRLGDCU en caso de retraso injustificado por parte del empresario ante la falta de ejecución de los contratos celebrados a distancia. Y los mismos principios se inspiran en el ámbito de las garantías por falta de conformidad en los artículos 118 y siguientes o de los viajes combinados en los artículos 160 y sucesivos. Y ello, sin olvidar que en no pocos supuestos se preveía también otras fórmulas de aseguramiento de los derechos del consumidor para el supuesto de insolvencia del empresario contratante o que hubiera distintos agentes que pudieran responder de modo solidario (ej. arts. 113, 131, 132, 161, 164 TRLGDCU).
Con estos principios generales, teníamos más que de sobra para solventar los conflictos que indefectiblemente se hubieran producido a raíz de la pandemia del COVID-19. Nuestra regulación nos ofrecía un marco jurídico estable que permitía dar respuesta a consumidores y empresarios en un contexto de previsibilidad y certidumbre jurídica. Cuando el derecho expone con claridad cual es una consecuencia jurídica ante un eventual conflicto, las posibilidad de que este se encone disminuye, pues ambas partes, conscientes del resultado del pleito se esforzarán en evitar la prolongación del conflicto por resultar estéril cualquier dilación que no traerá más que mayores costes. Esto es, trasladado a nuestro caso, si el contrato no se ha podido cumplir a causa de la excepcional situación que vivimos, o se propone por el empresario al consumidor el cumplimiento tardío en aquellos casos en que sea posible -con el estímulo empresarial que se considere adecuado para su persuasión- y el consumidor acepta, o, hay que proceder al reintegro de las cantidades abonadas, sin que ello pueda conllevar aparejado la exigencia de otros daños y perjuicios por el consumidor habida cuenta de la causa de incumplimiento ajena al empresario.
2. EL DEFICIENTE ART. 36 DEL REAL DECRETO LEY 11/2020, DE 31 DE MARZO: LA ESPITA DE LOS LITIGIOS.
Esta certidumbre ha quebrado a raíz de la aprobación del Real Decreto Ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes, complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID-19, que fue convalidado por Resolución del 9 de abril de 2020, del Congreso de los Diputados.
Sin duda, la pandemia padecida, requiere un torrente normativo capaz de regular en numerosísimos aspectos las consecuencias del estado de alarma y del propio COVID-19. Sin embargo, en aquéllos otros supuestos en que ya existía una previsión jurídica clara, la incontenible diarrea legislativa puede conllevar efectos adversos. Y me temo, que esto es lo que ha sucedido con el artículo 36 de este Real Decreto Ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes, complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID-19.
El Real Decreto Ley se estructura en 3 capítulos, 54 artículos, 22 disposiciones adicionales, 5 disposiciones transitorias, 13 disposiciones finales y 4 anexos. Y entre ellas, se inserta el artículo 36. No era preciso. El acierto de otras medidas -hasta en 63 ocasiones se cita a los consumidores en la norma-, queda empañado por la falta de destreza jurídica del art. 36.
MARÍN LÓPEZ[4], en su acertado examen de los efectos del COVID-19 en los contratos con consumidores advierte de la redacción penosa de la norma. Y tiene razón, una vez más, el meritado Catedrático de Derecho Civil. Nos enfrentamos no solo a una norma innecesaria y perjudicial para los consumidores, sino a un precepto con una lamentable redacción en términos de mera inteligencia gramatical. No es tarea sencilla legislar y menos aún en tiempos de crisis y con la premura que la situación impone, pero en el articulado del RD Ley 11/20, se ha evidenciado que hay otros Ministerios de marcado carácter proteccionista de la economía empresarial, con mayor influencia que el de Consumo, que han ganado la batalla a los usuarios. Al menos en la imprenta nacional del BOE. Cuestión distinta, serán las correcciones que necesariamente habrán de realizar nuestros tribunales por contravenir muchos de sus principios los superiores mandatos del Derecho de la Unión. Y es que el legislador español parece haber cogido el gusto a los viajes a Luxemburgo ante el TJUE.
El precepto señalado, se encuadra dentro de la denominada “Sección 3ª Medidas de protección de consumidores”. Nada más lejos de la realidad. El título otorgado es antinómico de su contenido y de la propia exposición de motivos del RD Ley. Rebaja de modo inaceptable, y contrario al Derecho de la Unión, los derechos reconocidos por las Directivas comunitarias a los consumidores. Por más que sea loable el fin pretendido de aliviar las difíciles circunstancias que también atravesarán los empresarios, la solución no puede venir por sacrificar los derechos precisamente de la parte más débil.
Podemos comenzar señalando que no obstante la reseña al “derecho de resolución de determinados contratos sin penalización por parte de los consumidores y usuarios” la vocación del precepto es universal en lo atinente a los contratos celebrados entre consumidores y empresarios. Esto es no se refiere a determinados contratos sino a todos los contratos entre consumidores y empresarios, pues comprende tanto los de compraventa de bienes, como de prestación de servicios, incluidos los de tracto sucesivo. La única limitación, es por razón de su ámbito subjetivo, al quedar constreñido a las relaciones entre consumidores y empresarios. Ello paradójicamente supondrá que los contratos concertados entre empresarios, gozarán de mayores garantías que los celebrados entre empresarios y consumidores.
Por la redacción literal del art. 36.1 el incumplimiento puede tener lugar tanto en el periodo del estado de alarma como con posterioridad, siempre y cuando dicha falta de cumplimiento, sea como consecuencia de las medidas adoptadas durante su vigencia. Sin perjuicio de la distribución de la carga probatoria sobre la causa del incumplimiento, que deberá recaer sobre el empresario que invoca estas medidas como causa de exoneración de su responsabilidad conforme a lo establecido en los artículos 217.3 y 7 LEC, su laxitud es evidente. Así pueden intuirse una infinidad de prestaciones en las que pese a haberse levantado las medidas restrictivas, el empresario pueda alegar la falta de suministro de material de sus proveedores para poder cumplir el contrato. En estos casos, entendemos también que habrá de ponderarse la esencialidad del término con relación al incumplimiento y de la propia entidad de dicho incumplimiento. Esto es, no es lo mismo la falta de cumplimiento de un viaje proyectado para el puente de mayo o de Semana Santa, que en la mayoría de los casos se habría contratado pensando en esas fechas específicas y no en otras, que el suministro de una bidé para la ejecución de una obra de reforma en una segunda residencia. En la valoración del carácter esencial del incumplimiento reside pues la facultad resolutoria del consumidor.
El artículo no aporta ninguna novedad, bajo la ampulosa proclamación del derecho a resolver el contrato cuando resultase imposible su cumplimiento. Desde tiempos de Ulpiano, y sin duda también con anterioridad, ya el Derecho Romano dictaba este principio ad impossibilia nemo tenetur[5] (nadie está obligado a lo imposible). Es de Perogrullo, que si el contrato no se puede cumplir, el perjudicado puede resolverlo. Y es también de elemental raciocinio que como consecuencia de la resolución las partes han de restituirse las contraprestaciones.
3. EL DESEABLE (NO OBLIGATORIO) MANTENIMIENTO DEL CONTRATO.
La norma busca desesperadamente el mantenimiento del contrato con objeto de minorar las pérdidas económicas para los empresarios. El espíritu me parece correcto. Los empresarios son también los empleadores. Salvar al empresario es salvar puestos de trabajo. Y el mantenimiento de los puestos de trabajo supone el mantenimiento de la cadena del consumo. Ahora bien, este loable fin, no puede pretender alcanzarse a costa de la otra parte que también sufre los efectos de la crisis del COVID-19: los consumidores. El salvavidas empresarial no puede ser el recorte de los derechos del usuario.
Se emplaza al empresario y consumidor a la búsqueda de una solución que sea capaz de satisfacer a ambas partes, sugiriendo, a estos efectos, bonos o vales sustitutorios al reembolso. La opción nos parece razonable, siempre sobre la base preliminar de la libre aceptación por el consumidor que, en definitiva, es quien asume la novación propuesta. Sin duda, el estímulo del empresario mediante el ofrecimiento de otros incentivos adicionales será crucial, cuando en una gran parte de los casos, el usuario habrá perdido la razón de ser o motivación para mantener el contrato: desayuno cuando solo había concertado un alojamiento; mayor franquicia de equipaje en un vuelo; refresco, aperitivo o comida a bordo; puntos extra en programas de fidelidad en transporte o alojamiento; plan de entrenamiento personal adicional o mayor flexibilidad en un gimnasio; extensión de la oferta on line en academias; regalo de adornos florales en un banquete; un postre especial o copa tras la comida…). Hay tantas posibilidades como sectores y nuestros mejores empresarios sin duda, serán capaces de ser creativos para afianzar esos contrato.
4. MANTENIMIENTO DEL CONTRATO, MA NON TROPPO.
Como hemos señalado, el deseable mantenimiento del contrato no puede conllevar un menoscabo de derechos del consumidor. Pues bien, el artículo 36 del RD Ley 11/20, establece un periodo forzoso de negociación de 60 días para permitir al consumidor optar por la resolución del contrato. Este plazo, es novedoso en tanto que hasta la fecha no ha existido, como tampoco se ha impuesto en los contratos celebrados entre empresarios para que se pueda instar por el perjudicado la resolución.
Ahondando en el estudio del plazo de gracia o negociación otorgado al empresario, la primera cuestión que se suscita es desde que fecha ha de computarse dicho plazo. Aquí podemos encontrarnos ante dos escenarios: i) que el contrato ya se haya incumplido por estar previsto su término en un periodo ya superado; ii) o bien que por ser futuro el término previsto y no habiéndose alcanzado aún, el empresario manifieste ya la imposibilidad de su cumplimiento. Bajo nuestro punto de vista, en ambos casos cabría señalar el cómputo del plazo para negociar una posible solución o propuesta alternativa. Pero aún así, también cabría postergar aún más el cómputo del dies a quo por el empresario, pues si su actividad se encuentra suspendida como consecuencia de las medidas acordadas por el art. 10 del RD 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, en virtud de las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración y otras adicionales, es también lógico que puede ampararse en dicha suspensión para no dar respuesta al usuario durante este periodo. Cierto es, y así podría argumentarse que lo suspendido por el art. 10.1 del RD 463/2010, es la apertura al público de los locales y establecimientos minoristas, no el cese de la actividad, lo que le permitiría trasladar su propuesta al consumidor en la mayoría de los casos, pero consideramos que una interpretación racional y equilibrada, hace inexigible el mantenimiento forzoso de esta obligación cuando de facto el empresario tendrá cerrado su establecimiento, por más que pueda haber continuado con teletrabajo en algunos casos. Total, que hasta que no se levanten las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, el inicio del periodo del cómputo de 60 días, en los dos casos reseñados, debe ser contemplado como voluntario para el empresario.
Y nos podemos encontrar también con un tercer supuesto: el del contrato cuyo cumplimiento es futuro y por lo tanto aún inexigible por el consumidor, pero sobre el que el empresario aún no se ha manifestado reconociendo la imposibilidad de atender. En estos casos, una recta interpretación de la buena fe inherente a todo contrato e impuesta de modo expreso en el propio literal del art. 36 RD 11/20, ha de suponer la obligación del empresario de poner en conocimiento del consumidor esta imposibilidad sin necesidad de esperar a alcanzar la fecha de cumplimiento del contrato, que ya es consciente no será capaz de atender. La omisión deliberada de esta circunstancia podrá traer como consecuencia la pérdida de la ausencia de responsabilidad del empresario amparada en la fuerza mayor y la generación de daños y perjuicios. Sobre este particular resulta ilustrativa la lectura del art. 110 TRLGDCU cuando apunta que en caso de no encontrarse disponible el bien o servicio contratado, el consumidor deberá ser informado de esa falta de disponibilidad y deberá poder recuperar sin ninguna demora indebida las sumas que haya abonado en virtud del mismo. Por lo tanto, si el término de cumplimiento es futuro, para el inicio del plazo de negociación de 60 días podemos encontrarnos a su vez en dos escenarios. El primero cuando el empresario razonablemente alberga la convicción de poder llegar a ofrecer el servicio. Y el segundo, cuando debido a las consecuencias de las medidas adoptadas durante la vigencia del estado de alarma, ya sabe positivamente que no será capaz de cumplir su compromiso inicial. En el primero de los casos, el término de 60 días no comenzará a computarse hasta que se constata el incumplimiento o el empresario le notifica, próximo a esta fecha, su imposibilidad. En el segundo término, en nuestra opinión no podrá acogerse al beneficio del periodo de 60 días por la transgresión de la buena fe y vendrá obligado a la restitución inmediata de contraprestaciones si así lo exige el usuario al no tener encuadre dentro de este polémico art. 36.
En estos contratos a futuro, pero de presumible incumplimiento, a su vez, cabe la posibilidad de que el consumidor intime al empresario a manifestarse sobre su posible incumplimiento. Si a esta intimación el empresario le responde que no será posible el cumplimiento del contrato, entiendo también que esa respuesta abre el periodo de negociación de 60 días, sin que sea preciso alcanzar la data inicialmente acordada.
El artículo 36 nada nos dice acerca del cómputo de los 60 días. De su lectura, sin embargo, cabe colegir que no nos hallamos ante un procedimiento procesal del art. 185 LOP, sino sustantivo o civil, por lo que en el plazo de 60 días no se deberían excluir los días inhábiles conforme determina el art. 5.2 del Código Civil. A tal efecto, señala también el artículo 5.1 CC que siempre que no se establezca otra cosa, en los plazos señalados por días, a contar de uno determinado, quedará este excluido del cómputo, el cual deberá comenzar el día siguiente.
Finalmente, el art. 36.1 in fine, acaba por admitir lo inevitable. Y es que, en caso de trascurridos estos generosos 60 días no se hubiera alcanzado un acuerdo entre las partes sobre la propuesta de revisión, deberá entenderse que esta no es posible.
5. NUEVOS PLAZOS PARA LA RESOLUCIÓN EN PERJUICIO DEL CONSUMIDOR.
En este paquete de medidas salvavidas para el empresario, uno de los dos principales recortes que padece el consumidor es su sometimiento al perentorio plazo de 14 días para instar la resolución del contrato en caso de incumplimiento del empresario. Esta previsión deja atónito a cualquier lector, pues frente a la parsimonia concedida al empresario de 60 días y el amputado plazo impuesto, tras la modificación operada por la Ley 42/2015, de 5 de octubre, al art. 1964 CC, para instar la resolución en caso de incumplimiento de 5 años se urge al consumidor, que difícilmente habrá podido recabar asesoramiento durante el periodo de alarma a una celeridad inaudita en la defensa de sus legítimos derechos.
Este plazo, de caducidad, y cuyo cómputo cabe pensar que comienza tras el agotamiento del previo de 60 días otorgado para la negociación con el empresario, es manifiestamente insuficiente y a nuestro juicio, contrario a los principios tuitivos de los consumidores del Derecho de la Unión. En concreto, la fugacidad del plazo para el ejercicio de los derechos de los consumidores ante el incumplimiento del contrato resulta contrario al principio comunitario de efectividad, en virtud del cual los derechos subjetivos deben ser ejercidos en condiciones que garanticen su plena realización ante los tribunales. Así, este principio ha forzado a inaplicar plazos procesales excesivamente breves, e incluso a crear, ex novo, cauces jurisdiccionales para dar sentido a los derechos de los ciudadanos, tal como sucedió en el conocido asunto Grunding Italiana, del año 2002. En dicho asunto, el Tribunal de Justicia consideró que el plazo previsto en la legislación italiana para ejercer el cobro de lo indebido era breve en exceso. El Tribunal de Luxemburgo no tuvo reparo, incluso, en establecer positivamente cuál era el plazo adecuado para el caso concreto, llegando a incorporar en su fallo un plazo de seis meses que sustituiría el plazo originalmente contemplado por el legislador italiano. Por ello podemos afirmar que el principio de efectividad ha sido una herramienta de construcción, cuya infracción desemboca en la declaración de incompatibilidad de una norma nacional con aquél, y, ulteriormente, en la inaplicación de dicha norma en el caso concreto.
6. LA INDEBIDA DEDUCCIÓN DE GASTOS POR EL EMPRESARIO Y EL REEMBOLSO AL USUARIO.
El reembolso de cantidades al usuario deberá producirse, según dispone el artículo 36.2 RD Ley 11/20, en la misma forma que realizó el pago y en un plazo máximo de 14 días.
Se produce una recesión de los derechos reconocidos al consumidor. Así, se observa del contraste de la lectura del art 36.2 RD Ley 11/20 con la previsión contenida en el art. 62 TRLGDCU que reconocía que el consumidor y usuario podrá ejercer su derecho a poner fin al contrato en la misma forma en que lo celebró, sin ningún tipo de sanción o de cargas onerosas o desproporcionadas, tales como la pérdida de las cantidades abonadas por adelantado, el abono de cantidades por servicios no prestados efectivamente, la ejecución unilateral de las cláusulas penales que se hubieran fijado contractualmente o la fijación de indemnizaciones que no se correspondan con los daños efectivamente causados.
El precepto evoca erróneamente la previsión del artículo 76 TRLGDCU referida al desistimiento, cuando nos encontramos ante una resolución por incumplimiento, pero como veremos con peores consecuencias para el consumidor.
Frente a la ausencia de exigencias para poner fin al contrato, sin obstáculos, la regulación actual impone ese peaje temporal y formal de la negociación cuando habrá miles de casos en los que el usuario no albergará duda alguna de la pérdida de motivación para asumir una novación no deseada. El artículo 36.2 RD Ley 11/20, a diferencia también del artículo 76 o 110 TRLGDCU, no establece penalidad alguna por el incumplimiento del plazo, cuando el artículo 76 o 110 TRLDCU otorga al consumidor a reclamar la suma duplicada y además que se le indemnicen los daños y perjuicios. Y, a diferencia nuevamente de la previsión inicial del art. 76 o 66.bis.3 del TRLGDCU, permite de modo sorprendente que el empresario retenga los gastos que hubiere tenido, trasladando de este modo las consecuencias adversas de la frustración del contrato al consumidor -parte débil de la relación- manteniéndose plenamente indemne de cualquier perjuicio. La retención de cantidades por parte del empresario choca también de modo frontal con los principios comunitarios aplicables en materia de protección de consumidores, a los que queda sometido nuestro legislador nacional, también en tiempos de crisis. Así, el art. 18.3 de la Directiva 2011/83/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2011, sobre los derechos de los consumidores, por la que se modifican la Directiva 93/13/CEE y la Directiva 1999/44/CE del Parlamento Europeo y del Consejo y se derogan la Directiva 95/577/CEE del Consejo y la Directiva 97/7/CE del Parlamento Europeo y del Consejo es inconcusa al determinar que cuando se haya resuelto el contrato, el comerciante deberá reembolsar sin ninguna demora indebida todas las cantidades abonadas en virtud del mismo. Como es sabido, la primacía del derecho comunitario se consagra en la Sentencia SIMMENTHAL de 9 de marzo de 1978 (asunto 106/77). En esencia en esta sentencia se reseña que, cuando una norma interna de fecha anterior a una norma de la UE resulta incompatible, la primera resulta absolutamente inaplicable, entendiéndose tácitamente derogada. En el caso de que la norma interna incompatible sea de fecha posterior, la norma interna resulta inaplicable. Consecuencia de ello, el órgano jurisdiccional nacional debe excluir la norma interna incompatible y aplicar la norma comunitaria que es prevalente. Esta doctrina ha sido asumida abiertamente por la Declaración del Pleno del TC 1/2004, de 13 de diciembre. En el ámbito del consumo, como evidencia en el caso de las condiciones generales de la contratación el artículo 6,1 de la Directiva 93/13/CEE el rango de norma imperativa y de orden público deben ser observados por los tribunales nacionales, conforme el principio de primacía del derecho comunitario (art. 4 bis de la LOPJ) y el control de convencionalidad (art. 10.2 y 96 de la CE).
Finalmente, se añade un apéndice más al art. 36.2 RD Ley 11/20, al señalar que las condiciones apuntadas, lo son salvo aceptación expresa de condiciones distintas por parte del consumidor. Es obvio, que esas supuestas condiciones siempre serán peores para el consumidor, puesto que de lo contrario ningún sentido tendría la previsión legal. Esto es, se abandona el carácter irrenunciable de los derechos que se proclama en los artículos 10, 86.7 y 87.6 TRLGDCU. La experiencia constata que la introducción de la posibilidad de renuncia a derechos en materia de consumo, es terreno abonado para el florecimiento de cláusulas abusivas que impongan tales renuncias por vía adhesiva. Esta incitación soterrada a otras fórmulas de mayor amplitud para el empresario se presenta además innecesaria al haberse establecido en el apartado primero del art. 36 la posibilidad de fórmulas de revisión abiertas (podrán abarcar, entre otras…).
7. MODO DE EJERCICIO DE LA RESOLUCIÓN CONTRACTUAL.
Hoy en día se asentado doctrinalmente la idea de que la resolución contractual puede ser perfectamente llevada a cabo de modo extrajudicial produciendo desde aquel momento todos sus efectos. Y ello sin perjuicio de que una posterior decisión judicial pueda declarar si aquella resolución se ajustó o no a derecho. La pretensión resolutoria mediante reclamación previa no impide, en cualquier caso, instar judicialmente la misma como ha determinado la SAP de Madrid, Sección 12ª, de 12 de marzo de 2014:
“(…) debe precisarse que el hecho de que el actor pretendiera resolver el contrato de compraventa mediante burofax de fecha 11 de junio de 2.011, antes de la finalización del plazo de entrega pactado contractualmente, carece de cualquier relevancia en la litis, por cuanto la doctrina jurisprudencial de la Sala Primera del Tribunal Supremo -por todas, Sentencias de 23 de enero y 15 de noviembre de 1999 , 26 de diciembre de 2001 y 28 de junio de 2002 , entre otras muchas- declara que la facultad resolutoria de los contratos puede ejercitarse en nuestro ordenamiento no solo en la vía judicial, sino también mediante declaración, no sujeta a forma, dirigida a la otra parte. Por consiguiente, conforme a la doctrina jurisprudencial anteriormente referida, el hecho de que se hubiera pretendido la resolución contractual por incumplimiento del plazo de entrega de la vivienda antes de que este hubiera finalizado el plazo de entrega pactado, la única consecuencia que conlleva es la ineficacia de dicha resolución extrajudicial, pero nada impide instar judicialmente la misma como ocurre en el presente caso, siendo adecuada dicha pretensión a nuestro ordenamiento jurídico.
Finalmente, debe rechazarse de plano el alegato de que la resolución instada por el actor contraviene la doctrina de los propios actos, toda vez que el actor se ha limitado a ejercitar su derecho de resolver el contrato de compraventa por incumplimiento contractual de la vendedora, voluntad que puso de manifiesto incluso poco antes de que concluyera el plazo pactado para su entrega, como se desprende del burofax al que se ha hecho referencia en el apartado anterior.
Por consiguiente, concurre causa legítima para la resolución del contrato, de acuerdo con lo previsto en el artículo 1.124 del Código Civil”.
No es por tanto que la resolución contractual requiera inexorablemente la reclamación previa, pues igualmente puede acudirse a la vía judicial para instar dicho pronunciamiento judicial, sino que su remisión previa además de afianzar la eventual condena en costas de la parte incumplidora, mitiga el riesgo de la posible oposición del contrario alegando el cumplimiento. En suma, como recuerdan la SAP de Valencia, Sección 7ª de 14 de julio de 2000; SAP de Guadalajara, Sección 1ª de 24 de noviembre de 2000, la facultad resolutoria de los contratos se produce por su mero ejercicio extrajudicial, no estando sujeta a forma como también indica la SAP de Madrid, Sección 10ª de 31 de mayo de 2010:
“La cuestión de si el contrato puede ser resuelto por virtud de una declaración unilateral de voluntad, de modo que no sea preciso, para producir sus plenos efectos, obtener una declaración judicial previa, ha sido decidida reiteradamente en sentido afirmativo por la Sala Primera del Tribunal Supremo, cuya jurisprudencia expresa que la facultad resolutoria de los contratos puede ejercitarse, en nuestro ordenamiento, no sólo en vía judicial sino mediante declaración no sujeta a forma y dirigida a la otra parte sin perjuicio de que sean los Tribunales quienes examinen y sancionen su procedencia cuando es impugnada, bien negando el incumplimiento, bien rechazando la oportunidad de extinguir el contrato, a fin de determinar, en definitiva, si la resolución ha estado bien hecha o si ha de tenerse por indebidamente utilizada. Ello implica que la decisión judicial no produce la resolución contractual, sino que proclama, simplemente, la procedencia de la ya operada (SSTS, Sala Primera, de 5 de julio de 1971, 22 de diciembre de 1977, 20 de junio de 1980, 5 de noviembre de 1982, 8 de julio de 1983, 19 de noviembre de 1984, 1 de junio de 1987, 14 de junio de 1988, 28 de febrero de 1989 y 30 de marzo de 1992) y también, naturalmente, que el incumplimiento libera al cumplidor de sus compromisos. Se separa así el Código Civil español de los precedentes de algunos Códigos extranjeros, como el francés e italiano, que prescriben que la resolución debe ser pretendida jurisdiccionalmente”.
No existe ninguna obligación de comunicar la resolución del contrato mediante correo certificado, burofax o similar, pero si deberá poderse acreditar debidamente dicho requerimiento de modo análogo a la carga de la prueba contenida en el art. 72 TRLGDCU cuando ejercita un derecho de desistimiento. Podrá optar por el método que considere más idóneo, pero ha ce ser capaz de adverar esa comunicación.
8. LOS CONTRATOS DE TRACTO SUCESIVO.
En lo referido a los contratos de tracto sucesivo, el art. 36.3 del RD-Ley 11/20, vuelve a abogar por el mantenimiento de los mismos con una evidente preocupación por el futuro empresarial de sus prestadores. Esta visión, creemos que es compartida por toda la sociedad como hemos expuesto antes. Cuestión distinta nuevamente es el recorte de derechos que también en esta materia vuelve a padecer el usuario.
Que la empresa prestadora pueda ofrecer opciones de recuperación del servicio a posteriori o minorar la cuantía que resulte de las futuras cuotas a imputar por la prestación del servicio, bajo la aceptación del consumidor, es como legislar la legalidad de cribar el agua o asar la manteca: otra Perogrullada para la que no es preciso acudir al BOE.
Por el contrario, la referencia a que la empresa deba de abstenerse de cobrar nuevas mensualidades hasta que el servicio pueda prestarse con normalidad, por más que también sea evidente a los ojos de quien suscribe, no la censuramos por contener en suma un mandato imperativo y que puede evitar a la aplicación de prácticas incorrectas, que por más que resultaren después corregidas por nuestros tribunales podrían ser una fuente de conflictos innecesarios.
La censura al precepto viene nuevamente por su puntilla final en la que somete la rescisión del contrato a la voluntad de ambas partes, en ese afán conservacionista del contrato por la constante obsesión de protección del ciclo empresarial. Y nuevamente, por más que sea deseable esa conservación del contrato y por la que abogamos, ello no puede ser objeto de imposición legal cuando estamos hablando de un contrato de tracto sucesivo. En los contratos de esta índole, el consumidor debe tener derecho, por su propia naturaleza a poner fin a los mismos en cualquier momento, sin que sea posible alzar ningún obstáculo a este ejercicio tal y como disponen los artículos 48.1.j), 62.3, 62.4 y 87.6 TRLGDCU. Es evidente que la voluntad de ambas partes, en particular la del empresario, no concurrirá si lo que se le está ofreciendo es la posibilidad de retener a un cliente sine die. Pero es que además, esta previsión es incongruente con la recogida en el apartado 1 del mismo artículo 36 cuando se refiere a la resolución de los contratos suscritos por consumidores (…) “incluidos los de tracto sucesivo”. Denota en suma falta de coherencia interna, que lógicamente habrá de ser solventada conforme al principio pro consummatore, reconociendo el derecho de resolución del consumidor también en estos contratos de tracto sucesivo y sin elevar obstáculo alguno a su ejercicio.
9. DE LOS VIAJES COMBINADOS.
El último apartado del artículo 36, parece venir redactado al dictado de la industria turística. Somos también conscientes tanto de las dificultades especialmente severas que atraviesa, y va a padecer este sector, como de su importancia cuantitativa en la economía nacional. Sin duda necesitará también medidas de estímulo y apoyo por parte de nuestros gobernantes, pero ese balón de oxígeno no puede venir a costa de asfixiar a sus clientes. La cura de un paciente no puede ser una transfusión que desangre a otro. Se espera de nuestros dirigentes medidas más inteligentes y equilibradas, no un trasvase económico que mantenga indemne al prestador y empobrezca al usuario. Al referirnos al turista como usuario, tal y como advierten QUINTANA CARLO[6], ALCOVER GARAU[7] o TORRES LANA[8] nos hallamos también ante un usuario especialmente necesitado de amparo.
Con objeto de delimitar el alcance de la norma, ha de reseñarse no obstante, que esta no afecta a cualquier viaje o servicio turístico, sino únicamente a los denominados “viajes combinados”. Recordamos a tal efecto que el contrato de viaje combinado, definido en el vigente artículo 151.1.a) TRLGDCU, ha sido calificado en suma tradicionalmente por la doctrina[9] como un contrato con marcado carácter típico, bilateral o sinalagmático, oneroso, conmutativo, de tracto sucesivo, de resultado y de adhesión. SOLER VALDÉS-BANGO[10], de modo coincidente con la apreciación de nuestros tribunales se han inclinado por calificarlo como un contrato de obra con obligación de resultado (SAP de Segovia de 13 de diciembre de 1993; SAP de Barcelona de 14 de marzo de 2000; SAP de Málaga de 14 de noviembre de 2000; SAP de Oviedo de 25 ce septiembre de 2001; SAP de Baleares de 8 de febrero de 2002; SAP de Pontevedra de 23 de abril de 2003, entre muchas otras).
Tal y como tiene establecido la STJUE de 30 de abril de 2002 (Asunto C-400/00, Club-Tour, Viagens e Turismo, SA contra Alberto Carlos Lobo Gonçalves Garrido), que resuelve la decisión prejudicial formulada por Tribunal portugués, resulta aplicable la Directiva de viajes combinados, incluso aunque el mismo sea elaborado conforme a los deseos de un consumidor (“viajes a la carta” en la expresión empleada por el TJUE).
La técnica y finalidad perseguida en el art. 36.4 RD-Ley 11/2020 es nuevamente la misma que en los preceptos anteriores: conservación del contrato, restricción de derechos del consumidor e indemnidad para el prestador.
En este caso, en contra también de la Directiva 2015/2302, del Parlamento Europeo y del Consejo de 25 de noviembre de 2015, relativa a los viajes combinados y a los servicios de viaje vinculados, por la que se modifica el Reglamento (CE) nº 2006/2004 y la Directiva 2011/83/UE del Parlamento Europeo y del Consejo y por la que se deroga la Directiva 90/314 CEE del Consejo, se hibernan nuevamente los derechos del consumidor permitiendo la entrega de un bono al consumidor para ser utilizado dentro de un año desde la finalización de la vigencia del estado de alarma. Y solo transcurrido este periodo sin haber sido utilizado podrá solicitar el reembolso concreto. Esto es, se secuestra el derecho del consumidor de resolver el contrato durante el periodo de un año, con el único objetivo de otorgar ese respiro al empresario a costa de retener el importe del consumidor. La resolución inmediata del contrato la condiciona el nuevo precepto a que el resto de proveedores hubieran procedido a la devolución total del importe correspondiente a sus servicios, algo sobre lo que el consumidor no tendrá en la práctica alcance a conocer. Y con un gesto de falsa generosidad se permite la devolución parcial de aquellas cantidades que hubieran sido reintegradas al minorista por los proveedores, otorgando el generoso plazo de 60 días con el propósito de aliviar sus faltas de liquidez. Yerra sin duda el legislador cuando el acento lo tendría que haber situado en la obligación de los proveedores de restituir de modo inmediato al minorista las cantidades percibidas por viajes que no se hubieran celebrado o no se fueran a celebrar. De este modo, se mantiene indemne al minorista, se elude la responsabilidad del mayorista o proveedor y se sacrifica al eslabón más débil de la cadena que es el consumidor.
No es esto lo ordenado por el Derecho de la Unión. El artículo 12.2 de la precitada Directiva 2015/2302 es claro y terminante en el establecimiento del derecho del consumidor a recuperar la integridad de las cantidades abonadas. Así reza que el viajero tendrá derecho a poner fin al contrato de viaje combinado antes del inicio del viaje sin pagar ninguna penalización de concurrir circunstancias inevitables y extraordinarias en el lugar de destino o en las inmediaciones que afecten de forma significativa a la ejecución del viaje combinado o al transporte de pasajeros al lugar de destino. En caso de terminación del contrato de viaje combinado con arreglo al presente apartado, el viajero tendrá derecho al reembolso completo de cualesquiera pagos realizados por el viaje combinado, pero no a una indemnización adicional.
Y tampoco se corresponde con los derechos de la Directiva la demora en la devolución de los importes abonados o el secuestro del usuario. El reembolso o devolución al viajero, tal y como impone el art. 12.4 de la Directiva 2005/2302, habrá de producirse “sin demora indebida, y en cualquier caso, en un plazo no superior a catorce días después de la terminación del contrato de viaje combinado”.
El problema de fondo de todas esta medidas no es la deficiente técnica legislativa. El problema de fondo es triple. De una parte, la patente influencia de la industria sobre el legislador, que es capaz de sacrificar los derechos reconocidos a los consumidores con tal de otorgar un balón de oxígeno al empresario (necesario sin duda, pero no a costa de la parte débil del contrato). En segundo término el manifiesto desprecio a la supremacía del Derecho de la Unión, pues es obvio que ni el más nesciente de los legisladores, pese a su lamentable técnica, puede ignorar los derechos reconocidos por las Directivas Comunitarias y transpuestos a nuestro propio ordenamiento interno. Y finalmente, la constatación de que se ha asentado la idea de que cuando quiera corregir el TJUE todas estos dislates normativos ya habrá pasado suficiente tiempo para alcanzar los objetivos perseguidos. En el camino habrán quedado naufragados los derechos del consumidor pero a falta de correcciones o responsabilidades una sentencia más en contra nada afecta. Total, ya tenemos sobrada experiencia en materia bancaria como para que nos afecte esto. Pues volveremos a Europa si es el camino señalado. Y comenzaremos una nueva senda: la de la responsabilidad del legislador.
[1] HERRADA BAZAN, V. “Incumplimiento y resolución contractual (con particular referencia al retraso y a las cláusulas resolutorias)” en Revista de Derecho Civil, Vol IV, nº 1 (enero – marzo 2018), p. 36.
[2] Nos parece relevante advertir este carácter general pues coincidimos con DIEZ PIZACO o HERRADA BAZAN, que el incumplimiento de determinadas obligaciones que son accesorias, contempladas en abstracto, pueden ser un incumplimiento esencial desde el punto de vista de la voluntad de las partes.
[3] CASTAN TOBEÑAS, J. Derecho civil español y foral, T. III. Madrid, 1992, p. 236
[4] MARIN LÓPEZ, M.J. “Efectos del COVID-19 en los contratos con consumidores: el art. 36 del RD-Ley 11/2020” en www.centrodeestudiosdeconsumo.es
[5] Digesto, 5S0, 17, 185.
[6] QUINTANA CARLO, I. “La protección del consumidor como turista”, en Estudios sobre Consumo, nº 2 Madrid, 1984, p. 66
[7] ALCOVER GARAU, G. “Protección jurídica del turista como consumidor y competencia de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares en materia de turismo”, en Estudios sobre Consumo nº 18, Madrid, 1990, pp. 63-72
[8] TORRES LANA, J.A. en VVAA. La protección del turista como consumidor, 2003, Valencia, pp. 65-66
[9] vid. ARCARONS, R./CASANOVAS, O./ SERRACANT, F. Manual de Derecho Mercantil aplicado a las enseñanzas turísticas, Madrid, 1999, p. 165; GÓMEZ CALLE, E. en CÁMARA LAPUENTE, S. Comentarios a las normas de protección de los consumidores, Madrid, 2011, p. 1305 y ss.
[10] SOLER VALDÉS-BANGO, A. El contrato de viaje combinado, Cizur Menor, 2005, p. 313